León Darío Thierry ha estado al borde de la muerte por las mordidas recibidas, pero nada lo detiene.
La primera vez que León Darío Thierry cogió una serpiente venenosa tenía 7 años. El espécimen había llegado en un frasco a su casa de Villavicencio, pues su padre solía analizarlas y darles clases a los estudiantes de la Universidad Nacional. Era una Bothrops atrox o, mejor, la popularmente conocida como cuatro narices, talla x, rayo de chucha o pelo de gato. Los nombres vulgares cambian de región a región.
Así habla él, de 52 años, mientras corta un árbol en el centro de recepción y rehabilitación de fauna y flora silvestre de la Secretaría de Ambiente en Bogotá, donde también arriban todos esos animales víctimas del tráfico ilegal. No llegó allí por casualidad; sus conocimientos empíricos son vitales para este trabajo.
Nació en Fusagasugá, pero fue criado en Villavicencio por su padre de descendencia francesa y su madre colombiana. “Mi abuelo quedó maravillado por Colombia y resultó quedándose”.
En esa ciudad amó a los animales porque creció en una finca con ganado en la que los universitarios hacían sus trabajos de campo dirigidos por su padre, una biblia en temas relacionados con la fauna silvestre. “En esa época, los animales se podían capturar para estudio y luego soltarlos. Eso me maravillaba”.
León terminó el bachillerato casi que pasando por todos los colegios de la ciudad y no hizo una carrera aunque tenía una beca. Lo suyo no eran los cuadernos, amaba la libertad de meterse entre la maraña, de hacer campin internado en la montaña cuatro o cinco días, y hasta sus días de recolectar guayabas. “Con mi padre cogíamos serpientes, pescábamos y estudiábamos todas las especies”. Viéndolo trabajar aprendió cómo preparaban los antídotos que les salvaban la vida a las víctimas de las mordeduras de serpientes.
De joven era viajero. Arrancaba para donde le dijeran si era para internarse en la selva. En el Vichada fue testigo de cómo una anaconda se tragó a una persona. “El señor había salido a pescar en una laguna y nunca regresó a su casa. Salimos a buscarlo y nos encontramos con una serpiente flotando. Cuando ellas se comen una presa muy grande no se pueden sumergir. La rajaron y el señor estaba adentro”.
Según explicó, es mejor evitar acercarse a aguas quietas; a ellas les gusta el agua empozada.
El primer sitio en donde trabajó fue en la Universidad Nacional de Villavicencio. Aunque suene chistoso, era el encargado de hacerles el censo a los cocodrilos. Cada cuatro meses había que cogerlos, revisarlos y desparasitarlos.
Cuando el trabajo escaseaba, León se dedicaba a su otra pasión, la electricidad. “En esas épocas, igual, yo rehabilitaba animales en mi casa para luego liberarlos. De hecho, si me encontraba una serpiente en la carretera, la recogía para que no la mataran y la soltaba en un lugar seguro”. Allá era normal que la gente de estratos altos lo llamara para que sacara a las visitantes que se colaban en las casas. Cual cazador de serpientes, salía al rescate, de las serpientes, por supuesto.
Los accidentes:
Cuando el trabajo escaseaba, León fue llamado para trabajar en el bioparque Los Ocarros. Eso fue en el año 2003. Es una época que no olvida porque fue allí donde sufrió tres de los accidentes que por poco le cuestan la vida. Allá cuidaba de los reptiles, incluyendo cocodrilos de cuatro o cinco metros.
El primer accidente fue con una Helicops angulatus; aunque dijo que no era venenosa, sí tenía bacterias en su boca que usaba para dominar a su presa. “Hoy no sé por qué me hizo tanto daño. Me paralizó cuatro días el cuerpo y me produjo sangrado”. Dice que lo único que hizo fue rescatarla de un charco. “Debe ser que estaba de mal genio”. Cuenta que cuando lo llevaron al médico casi cometen el error de tratarlo con el antídoto de la Bothrops. “Hubiera caído en paro respiratorio”.
A punta de antibióticos mataron esa bacteria, pero el chiste le salió caro porque dice haber comenzado a perder la visión desde ese momento.
Luego fue una Bothrops recién nacida la que lo mordió cuando la estaba alimentando de forma inducida; uno de los colmillos del animal se alcanzó a hundir en unos de sus dedos. “Por cualquier accidente ofídico, no importa el animal, se debe ir a cuidados intensivos. Hasta que hagan la investigación de qué clase de serpiente se está hablando. Deben hacerse exámenes de creatinina para saber qué toxinas hay en el cuerpo”. Dice que de ese ataque no tuvo secuelas, como sí pasó con el último.
El gran daño se lo hizo una serpiente coral. “La estaba alimentando, le metía un ratón en su boca ayudado con unas pinzas”. Previamente le había quitado los incisivos y lo había envuelto en huevo batido como lubricante para no hacerle daño a la serpiente.
No sirvieron los cuidados; otra vez, uno de los colmillos se había introducido en su dedo. Una hora después, su mano no respondía, su sistema nervioso comenzaba a revelar las consecuencias.
Buscaron el antídoto en toda Colombia; él mismo alcanzó a llamar a muchos amigos, y uno le prestó cuatro dosis, las otras tocó traerlas del Instituto Butantan de Brasil. En el país, si se es pobre, ser mordido por una venenosa es casi el equivalente a morir. Los hospitales no cuentan con reservas de antídotos para suplir estas emergencias.
La vida de una persona se embolata en trámites burocráticos. “Cuando llegaron las dosis yo ya me encontraba muy mal, estuve a punto de morir”.
Y eso que él es de los pocos que no enloquece así le digan que el veneno de una serpiente lo puede matar en cuestión de horas o minutos. “En un accidente ofídico, entre más calmado esté usted, se ponga ropa ligera y no se mueva, mejor, así evita que el veneno invada todo su cuerpo”.
Cuando León habla de serpientes es capaz de decir sus nombres científicos, sus colores característicos, si son o no venenosas, cuánto se demoran en correr las toxinas por el cuerpo humano, pero cuando sus conocimientos lo traicionan llama a su padre, que seguro lo saca de la duda.
“En un accidente ofídico, entre más calmado esté usted, se ponga ropa ligera y no se mueva, mejor, así evita que el veneno invada todo su cuerpo.”
El tráfico ilegal:
A pesar de todos los incidentes, León se niega a dejar a sus amigas. “Esos animales me fascinan. Si me vuelven a morder, yo termino la incapacidad y vuelvo con ellas”. La serpiente que más le gusta es la cascabel, cuya textura le parece una obra de arte.
Dice que la mejor forma de evitar ser mordido por una serpiente es simplemente no molestarlas. “Ellas nunca lo van a perseguir; bueno, aunque hay una en Villavicencio que le dicen la tigra, tocha o granadilla; crece hasta tres metros, y esta sí persigue y no se calma hasta que muerde (risas)”.
Por eso aceptó el trabajo en el centro de recepción y rehabilitación de fauna y flora silvestre de la Secretaría de Ambiente en Bogotá, aunque su familia vive en Villavicencio. Allí reconocen su trabajo, además de permitirle rescatar a todas las serpientes víctimas del tráfico ilegal de especies. También trabaja con reptiles y aves.
“Con la coordinación de veterinarios revisamos cada animal que llega aquí y reportamos todo, hasta si le falta un diente”.
Que lleguen serpientes venenosas camufladas en carros o camiones procedentes de tierras cálidas no es un hecho tan aislado. Ahí entra León en acción. “La semana pasada se llevaron una cascabel a un serpentario de Medellín. La habían dejado botada cerca de un CAI de la policía en Bogotá, venía del Tolima”.
El tráfico con serpientes se da también por ideas falsas como que la cascabel triturada puede curar el cáncer. “Miden la cabeza cuatro dedos atrás, le quitan el cuero, congelan la hiel, le botan las vísceras blancas, la tuestan, la muelen y la encapsulan. Eso es terrible para esa especie, y es mentira”.
“Esos animales me fascinan. Si me vuelven a morder, yo termino la incapacidad y vuelvo con ellas.”
Otros llamados culebreros les quitan sus glándulas y colmillos para hacer presentaciones en la calle. En cualquiera de los casos son procedimientos muy graves para el animal, y muchas veces irreversibles. “A otras les hacen presión detrás de la cabeza, les parten la última vértebra para que el animal haga el lance, pero sin fuerza al morder. Otros son más sofisticados: utilizan el apoyo de un veterinario para que les extraigan las glándulas. El animal necesita de su veneno para sobrevivir. Así llegan aquí; salvarles la vida es a veces imposible”.
La gravedad de traer serpientes de otras regiones es la posibilidad de que ocurran accidentes ofídicos, y luego la dificultad para conseguir los antídotos. “Hay una boa que llegó metida en el motor de un carro. Llegó a Abastos. Ellas se meten buscando el calor de los camiones”, contó León.
En otra ocasión, una serpiente cascabel se escapó de la maleta de la traficante que la tenía. “Se enrolló de un lado y cuando la mujer la intentó coger, la mordió y casi la mata. Tocó tratarla con más de 65 frascos de antídoto”.
A pesar del respeto que León les tiene a las serpientes, mete la mano en sus casas temporales de vidrio y las acaricia como quien aprecia una joya. Ellas son su vida, y no hay nada que lo alegre más que verlas escapar en su hábitat después de haberlas salvado. Respeta a los profesionales que se han quemado las pestañas estudiando, pero sabe que lo que él ha aprendido en el monte lo deja bien parado.
En el fondo se escuchan otros sonidos. El del mono que enseñaron a robar, el de la lora que no paraba de hablar, el resonar de las aves cuyas plumas habían sido cortadas, la babilla a la que querían convertir en cinturón o la iguana que trataban como un perro; todos, víctimas de la ignorancia o del deseo injustificado de tener una mascota rara.